Estigma puta y terror sexual

En septiembre de 2018 fui invitada a la asociación AADAS para dar una charla sobre Trabajo Sexual. Se trata de una asociación que trabaja con mujeres que han padecido violencia sexual. Para reflexionar sobre cómo puede entrecruzarse la prostitución con la violación, leí Microfísica sexista del poder, de Nerea Barjola, y establecí un diálogo con el texto.

Microfísica sexista del poder de Nerea Barjola es un ensayo en que se analiza cómo el caso de Alcásser sirvió para disciplinar a las jóvenes mediante el terror a la violación y el miedo al espacio público. A raíz de esta lectura, he encontrado diversos paralelismos entre el análisis de social de la violación y la descripción invadida de pánico moral que el abolicionismo hace de la prostitución, así como las consecuencias que conllevan ambas situaciones para las libertades y los derechos de las mujeres.

El ensayo de Barjola se vertebra a raíz de diversos conceptos. El primero es estado de excepción, de Agamben, y se refiere a aquellos espacios en que no impera la ley y donde, en consecuencia, que se dé o no una agresión dependerá de la voluntad del más fuerte. El segundo es tierra de nadie, un concepto acuñado por Nerea Barjola. El tercero es la nuda vida, también de Agamben

Así, la autora describe cómo hay territorios en los que no imperan los valores de respeto hacia nuestra libertad e integridad, sino que éstas dependerán de si nuestra conducta se adecua a la norma. En consecuencia, se repite la máxima de que, si somos violentadas, es porque nos lo hemos merecido.

Ésta es, sin lugar a dudas, una estrategia de control patriarcal. En primer lugar, fomenta un autocontrol, basado en el terror, que regirá nuestra conducta. Y, con ello, podrá controlar mejor el comportamiento de las mujeres. En segundo lugar, desculpabilizará a los hombres de sus propias agresiones: la frase aleccionadora y que nos deja sin defensa es "Si te han violado, es porque te lo has buscado". De esta manera, el patriarcado hace virar la responsabilidad de la agresión del violador a la mujer.

Asimismo, se trata de una frase análoga a la que se emplea para fomentar la indefensión de las prostitutas: "Si la han agredido, es por ejercer la prostitución". Aquí hay una doble culpabilización: si el hecho de ser mujer ya nos coloca socialmente en un lugar que nos responsabiliza de nuestras violaciones, el hecho de ejercer la prostitución hace que, para toda la sociedad, seamos culpables de las agresiones que padecemos y que, claramente, "nos lo hayamos buscado".

Esta tierra de nadie, en que no impera ninguna ley, equivale, en el caso de las Trabajadoras Sexuales, al vacío legal en el que nos hallamos: por no tener derechos, los empresarios pueden imponer prácticas de riesgo, horarios maratonianos, consumo de drogas y clientes que no respetan nuestra integridad física y psíquica. Que no se nos reconozca como trabajadoras implica que no se nos reconozca como ciudadanas. En consecuencia, caemos en la dualidad de ser concebidas o bien como delincuentes (culpables, meritorias de agresión) o bien como víctimas (desposeídas de voluntad propia: mujeres sin capacidad de decidir por sí mismas y sin criterio, completamente manipulables y maleables). En cualquier caso, que la sociedad nos desposea de una condición de sujetos de derecho no ayuda a que denunciemos una agresión, sino que más bien fomenta que se nos conciba como personas a las que es lícito agredir. Un claro ejemplo de esto fue la "manada de Murcia", en que una Trabajadora Sexual padeció una violación grupal. El tratamiento que la prensa le dio al caso fue reproducir, en los mismos titulares, el discurso de los violadores, que decían que no se trataba de una violación porque ella era prostituta. En el caso de la manada de Pamplona, en cambio, la prensa visibilizaba constantemente el descontento social y el apoyo de la sociedad a la víctima. Vemos claramente cómo la sociedad nos concibe como mujeres meritorias o no de una agresión, en función del lugar que ocupemos. Asimismo, podemos comparar estos hechos con Nueva Zelanda, país en que se reconoce el Trabajo Sexual como trabajo, cosa que dota a las trabajadoras de un estatus de legitimidad. Prueba de ello es que una Trabajadora Sexual pudo denunciar a su jefe por acoso sexual.

Así es cómo la falta de reconocimiento de nuestros derechos nos conduce a un constante estado de excepción: el mismo estado de excepción al que van a parar las mujeres que han trascendido los límites de la norma y se han encontrado con una situación peligrosa. ¿Cuál es el valor que se concede al discurso de las mujeres que hemos trascendido los límites de lo permitido?

En el caso de una mujer que ha sido violada, a veces puede padecer bloqueos, amnesia o confusión. Si bien esto es una prueba de que ha habido una agresión sexual, también suele ser un arma que utiliza la defensa de los agresores para restar credibilidad al testimonio de una superviviente de violación. Este mecanismo patriarcal, según el cual las mujeres que han padecido una agresión han perdido su credibilidad, es el mismo que se aplica en el caso de las prostitutas. Es decir que, para el abolicionismo, nuestro trabajo consiste en una violencia que nos disocia y, por ello, nuestra palabra carece de credibilidad. El abolicionismo, por tanto, hace con las prostitutas lo mismo que hace el patriarcado con las mujeres que han sido violadas: anular nuestra voz. Con este mecanismo, también anula la credibilidad política del movimiento pro-derechos, cuando exigimos ser reconocidas como trabajadoras. La razón que esgrime es que "la violencia que padecemos" nos incapacita para ver que se trata de violencia, nos sustrae nuestra capacidad de razonar y nos impide ver qué es lo que realmente nos conviene.

Ante esto, es necesario hacerse una pregunta: ¿hasta dónde esta manera de concebirnos como víctimas y como personas incapaces nos resta derechos, una imagen social digna, ser reconocidas como ciudadanas y fomenta, precisamente, el abuso de los agresores? ¿No es bastante perverso que, por no querer reconocer nuestra capacidad de discernimiento y de agencia -y esgrimiendo, precisamente, el argumento de nuestra integridad física y psíquica- acaben fomentando nuestra indefensión? ¿No es ésta una manera de decir, de un modo indirecto, que merecemos ser violentadas por nuestro mal comportamiento?

Hay otra costumbre patriarcal que fomenta el abolicionismo: la distinción entre buena y mala víctima. De la misma manera que es una mala víctima aquella mujer que ha padecido una violación, pero no se comporta como una persona traumatizada, también lo es una trabajadora sexual que no se considera violada, agredida o arrepentida. Como bien sabemos, el patriarcado sólo da credibilidad a las mujeres que, habiendo pasado por lo que socialmente se considera "violencia", se muestran vulnerables y maleables. A las que muestran plenas facultades no les otorga ninguna credibilidad. Es lo mismo que hace el abolicionismo con las putas politizadas: decir que no somos representativas y anular nuestras voces, sólo porque no mostramos el trauma que le gustaría que tuviéramos. Sólo porque no encarnamos a su puta modelo. El patriarcado, por tanto, se asegura su control sobre las mujeres: si no muestras dolor, eres doblemente culpable. Así se cerciorará de que todas las mujeres que atraviesen situaciones consideradas como violencia escriban su relato desde el sufrimiento y la vulnerabilidad, y no desde la agencia. De esta manera, el patriarcado se asegura su control sobre las mujeres: si son buenas víctimas y dóciles, son reconducibles al orden social. Si, por el contrario, son malas víctimas, no muestran una vulnerabilidad a través de la que pueda manipularlas. Estas últimas son peligrosas pues, además de no ser reconducibles, no sirven como castigo ejemplarizante, a través del cual mostrar al resto de mujeres qué sucederá si traspasan los límites de lo permitido. Todo lo contrario: son un ejemplo de que el orden social no es un lugar ideal al que regresar siempre. Éstas son las malas víctimas; éstas somos las malas mujeres.

Esta distinción entre buenas y malas víctimas es también el modo en que el abolicionismo establece control sobre las prostitutas, ya que sólo otorga credibilidad al relato de la prostitución como trauma, violación y maltrato. Al resto de discursos, no les otorga ninguna legitimidad: o bien los concibe como fruto de la ignorancia (falta de reflexión, falta de conciencia) o bien como fruto de la enfermedad mental (disociación, trastorno de estrés post-traumático, etc). Para el abolicionismo, si no entras dentro de los límites de su credibilidad y si no escribes tu relato dentro de los límites de lo socialmente admisible, no mereces entrar en el debate, ni siquiera acerca de tu propia situación.

Hay otro paralelismo entre la violación y la prostitución que resulta, además de perverso, contraproducente: el modo en que se ha construido el imaginario, tanto acerca del cliente como del violador. A ambos se les ha concebido como hombres anormales y desviados, como hombres incapaces de relacionarse sexoafectivamente "de una forma normal". Sin lugar a dudas, este modo de plantearlo es conflictivo, ya que construye al violador y al cliente como hombres que se oponen a la normalidad, pero entendiéndola como capacidad de generar los vínculos propios de la familia. A partir de aquí, puede deducirse que "mujer normal" será también aquélla que sea capaz de establecer vínculos familiares, relaciones estables, monógamas y heteronormativas. Y otra vez tendríamos que analizar cómo esta legitimidad sobre las mujeres que siguen lo correcto justifica las agresiones a las mujeres que nos hallamos en la esfera de lo incorrecto.

Sin embargo, lo más perverso del modo en que se construye la imagen del violador y del cliente es que se les concibe como excepciones. Describir a los violadores como excepciones -como esa imagen monstruosa propia del imaginario social- dificulta que las mujeres detectemos con facilidad las agresiones que podamos padecer: es bien sabido que la mayoría son ejercidas por personas de nuestro entorno. Y así es cómo, al describir al violador como una excepción, se acaban normalizando las agresiones sexuales.

De la misma forma, ¿qué aporta describir al cliente de servicios sexuales como una excepción e incluso caricaturizarlo, con tópicos, con descripciones de "tipos de clientes", etcétera? Lo único que aporta esto es alimentar un prejuicio social y, por tanto que, entre la realidad y el imaginario social, medie un abismo. Así, de una manera totalmente falsa, se cree que los clientes son excepciones -incluso caricaturas- y no los hombres que pueblan nuestra cotidianeidad. Esta construcción del imaginario del cliente trae, como consecuencia intrínseca e inevitable, la construcción de la imagen social de nosotras, las putas. Si el cliente se considera un desviado, a nosotras, por ende, se nos considera también unas desviadas, y no ciudadanas como el resto. El resultado de definir nuestra actividad como una conducta patológica es que se nos niega la categoría de sujetos de derecho.

Llegada a este punto, planteo la siguiente pregunta: ¿qué relaciones veo entre el reconocimiento del Trabajo Sexual dentro de un marco de derechos que asegure la integridad física y psíquica de las mujeres con el fin de la cultura de la violación? Hay diversos niveles desde los que contestar a esta pregunta.

El primer nivel es el legal. Reconocernos como trabajadoras y, por ende, como ciudadanas de derecho, acabaría con la tierra de nadie y el estado de excepción: las prostitutas somos personas marginadas por nuestra conducta fuera de la norma y, para la sociedad, esto nos vacía de legitimidad. En consecuencia, se considera que no tenemos derecho a conservar nuestra integridad física y psíquica, ya que se considera (abolicionismo incluido) que nuestro trabajo consiste, precisamente, en renunciar a ella.

Reconocer los derechos de las prostitutas equivaldría a decir q todas las mujeres, sin excepción, ocupamos la categoría de ciudadanas y que, por tanto, sea cual sea nuestra conducta sexual, no es legal atacar nuestra integridad física y psíquica. Reconocer a las putas como ciudadanas equivale a acabar con los espacios donde no impera la ley y donde el estado de excepción depende de si un hombre decide ejercer violencia contra nosotras o no ejercerla. Y esto sería dar un paso hacia una mayor justicia: que nuestra credibilidad en un juicio no dependiera de si "supimos respetar nuestro honor". Por tanto, a quien se responsabilizará de las violaciones será al violador, y no a las mujeres y a su conducta. Ninguna mujer debe ser cuestionada de haber provocado su agresión, independientemente de su cumplimiento del status quo.

Reconocer a las putas como ciudadanas y acabar con el estigma puta equivaldría a no discriminar a ciertas mujeres como "atacables y agredibles". Esto beneficiaría a todas las mujeres, ya que equivaldría a conseguir q el espacio público sea un lugar seguro para TODAS, y no sólo para las q presenten una conducta de respetabilidad -es decir, vayan acompañadas de un hombre, no transiten a ciertas horas, vistan de determinada manera, etc-.

El segundo nivel es el educativo: en tanto que a las Trabajadoras Sexuales se nos otorgara un estatuto de ciudadanas, la sociedad vería que las putas somos mujeres como el resto. Dejaríamos de ser el castigo ejemplarizante: el ostracismo y vulnerabilidad que "se merecen las mujeres que se portan mal" Así, acabaríamos con la educación basada en el terror sexual, que consiste en disciplinar a los cuerpos y hacerlos dóciles.

Como resultado, también acabaríamos con la culpabilidad que las mujeres asociamos nuestra sexualidad; culpabilidad que, además de ser un claro mecanismo de control patriarcal, genera estados profundos de malestar e incluso trastornos.

Educar en el respeto a las putas equivaldría a educar a los hombres en el respeto hacia TODAS las mujeres, independientemente de nuestra conducta, ya que todas las mujeres seríamos sujetos soberanos de derecho, estuviéramos en el lugar q estuviéramos y en las condiciones que estuviéramos (solas, con determinada ropa, a determinada hora, habiendo consumido sustancias, con determinada actitud, etc).

El tercer nivel es el político: acabar con el estigma puta equivale a tejer una sororidad real pues, si hoy en día hay mujeres que no creen que las prostitutas tengamos que tener derechos, es porque no se pueden identificar con nosotras ni, por tanto, empatizar con nuestras necesidades. Y no es de extrañar, esta falta de empatía: el patriarcado ha generado, en todas las mujeres, la angustia de que nos confundan con una prostituta. Lo que se soterra bajo esta angustia es el miedo al ostracismo, al castigo y al abuso. Al "te has merecido tu agresión por puta". No obstante, si bien esta angustia es comprensible, no debemos olvidar que se trata, una vez más, de un mecanismo de control patriarcal y que, por tanto, la falta de sororidad y de empatía con nuestras necesidades -creer que no merecemos derechos como putas- se debe a no haber hecho un análisis profundo y radical sobre cómo el patriarcado divide a las mujeres para controlarnos mejor.

Otra consecuencia, a nivel político, de acabar con el estigma puta es que todas gozaríamos de una mayor libertad a la hora de construir nuestras subjetividades: no pondríamos la sexualidad en tela de juicio, cuestionándonos si estamos contribuyendo al patriarcado. Considero que esto es importante, porque el extrañamiento para con la propia sexualidad y la autoculpabilización han sido mecanismos a través de los cuales el patriarcado ha construido la subjetividad de las mujeres, introyectándonos la auto-vigilancia y el auto-castigo. Utilizarlos para trazar un camino de liberación es sumamente contradictorio. Por tanto, esgrimir argumentos que ponen en tela de juicio nuestro placer y que afirman que nuestros modos de obtenerlo contribuyen a la cultura de la violación no tiene nada de liberador. Se trata, una vez más, de la reproducción de ese mecanismo de control patriarcal, según el cual la sexualidad de las mujeres es fácilmente culpabilizable. Y que esta culpabilización de la sexualidad femenina es necesaria y legítima, porque se ejerce en pro de la sociedad, de la buena sociedad utópica. No obstante, la prueba de que estos modos de relacionarse con la sexualidad son herederos del patriarcado es que, una vez más, responsabilizan de la violencia sexual a la sexualidad femenina, al tiempo que desresponsabilizan al verdadero culpable de dicha agresión: el violador. Considero, por lo tanto, que el mejor modo de relacionarnos con nuestra sexualidad no es esa autovigilancia y esa auto-recriminación, sino la autoaceptación. Porque una autoaceptación que conecte a las mujeres con nosotras mismas impedirá que se nos pueda manipular a través de la sexualidad para culpabilizarnos de las agresiones. En otras palabras: acabar con el estigma puta anulará la interiorización de esa vulnerabilidad y nos ayudará a tener una relación más sana con nuestra propia sexualidad, nuestras emociones y nuestros cuerpos.

En consecuencia, también acabaríamos con la idea de que hay cuerpos desposeídos de voz propia porque su conducta es incompatible con las normas del status quo. Así, seríamos nosotras, las mujeres, tanto las putas como las que no lo son, las que tendríamos la potestad de definir nuestras conductas, escribir nuestros relatos, nombrarnos. Ocupar ese lugar legítimo posibilitaría que el patriarcado dejara de apropiarse de nuestro lugar de habla.

También acabaríamos con el silencio: las mujeres no siempre hablamos de nuestras agresiones, por vergüenza y culpabilidad. Por temor, una vez más, a ser culpadas o juzgadas. De la misma manera silencia a las prostitutas el estigma. Y esto fomenta la indefensión legal: hace, por un lado, que muchas agresiones acontecidas en el lugar de trabajo queden sin denunciar, pues la Trabajadora Sexual no querrá revelar en comisaría cuál es su ocupación. El silencio del estigma también conlleva que la gran mayoría de prostitutas lleven una doble vida, con toda la vulnerabilidad psicológica que puede conllevar tener una identidad secreta; vulnerabilidad que es relevante, si se tiene en cuenta que, de revelarse la doble identidad, a las prostitutas nos perseguirán la marginación y la exclusión sociales.Y esto -no hace falta decirlo- provoca una angustia constante. Otra consecuencia del silencio al que nos aboca el estigma es que la inmensa mayoría de las prostitutas no se visibilicen y no se unan a la lucha política para reclamar nuestros derechos, con la consecuencia de que, en los centros de trabajo -con las condiciones abusivas-, en la calle -con las ordenanzas-, en la vida privada -con la dscriminación por estigma o con la retirada de custodias de los hijos- se da una clara vulneración de derechos. Por estas razones, es importante acabar con la culpa y con el silencio: para que haya una lucha legal y política que proteja a todas las mujeres.

Porque los derechos de las Trabajadoras Sexuales se reflejan en los derechos de todas las mujeres.

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